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PERROS

Le digo Perros.

¿Por qué elegí ese mote? me creerán que no lo tengo muy claro, no recuerdo exactamente cuando empecé a llamarle así. Algo tuvo que ver con Juanes, el cantante, que andaba muy de moda por esos días, al que le provocó que su nombre artístico fuese en plural, a mí se me antojó de la misma manera, o algo así. El caso fue que hasta el sol de hoy entiende sin problemas por perros o perritos.

Los cachorros de cualquier especie naturalmente enternecen y por supuesto perros, fue una cría tierna y encantadora. Era regordeto y suave y a diferencia de otros que nacen pelones o con una motica que con el paso del tiempo es reeemplazada por pelo de mejor calidad, perros tenía el pelo negro, largo y crespo, desde que nació. 


Sus días transcurrían llenos de cariños y buena comida, durmiendo plácido, era un ser perfecto; pero las noches no eran halagüeñas, más bien eran un infierno. Lloraba, chillaba, berreaba incansablemente. Era tan desesperante que en algún momento se me llegó a pasar por la cabeza el prescindir de su presencia, un pensamiento horrible que en ese momento afloraba por cansancio, mi cansancio de ver infructuosos resultados intentando que perritos durmiera y me dejara dormir a mi, a mi mamá, a mi abuela y a los vecinos, porque hay que ver la potencia y persistencia que tiene un cachorro llorando. Dudo que tanta berreadera podría repetirse en el mismo animal ya con años encima, supongo que es una habilidad necesaria para su subsistencia, que debe menguar al ser reemplazada por nuevas formas de comunicación y mayor adaptabilidad al entorno. 

Después de la noche infernal y de los nefastos pensamientos, llegaba la mañana y cuando hacía alguna de sus monerías o con solo contemplar la exquisitez de su ser, frágil, bonito, perfecto, me arrepentía profundamente de haber siquiera contemplado la posibilidad de su aniquilación, aunque en la noche regresara la idea como la marea que se aleja pero sin retraso vuelve. 

Para componer el chico, noté que extrañamente no mejoraba su llanto si dormía a mi lado como se esperaría. 

Le hice cuanto remedio me sugerían para mitigar el llanto y escuchaba que -eso se le pasa con los días-, o -eso es normal al principio- pero el animal, se obstinaba en continuar berreando y yo de ninguna manera quería utilizar la violencia contra un ser tan pequeño. 

Cercanos a cumplir los cinco meses de inestabilidad en la casa por el nuevo integrante y con todo mundo encima mio culpándome por las pésimas noches, le llevé a la habitación más alejada que pude y le acuné en un chinchorro pequeñito, casi de juguete, con una cuerda que colgaba y desembocaba en mi mano, que se activaba cada vez que escuchaba el llanto. Yo despertaba intempestivamente y por inercia estiraba la cuerda, el chinchorro se mecía y así perritos se dormía hasta que la fuerza disminuía y la gravedad ganaba deteniendo el vaivén del chinchorro y despertando a la criatura que bramaba a todo pulmón. No sé cuánto tiempo repetimos la faena: perros chillando, el chinchorro meciéndose, yo despertándome asustada y volviéndome a dormir casi de inmediato, el caso fue que en algún punto cuando su estrepitoso llanto me despertó, yo no jale la cuerda, sino que levanté la pierna descargándole con todas mis fuerzas una patada al chinchorro.

Cuando la patada le pega al chinchorro, pasé del sueño profundo a estar completamente despierta y consiente de lo que había hecho. Tarde un instante en revisar el chinchorro, instante en el que mis ojos se negaban a constatar la consecuencia de mis actos.

«Lo maté» pensé. Pero no. Por gracia divina el chinchorro contuvo a perritos y no le hizo salir disparado contra la pared a una muerte espantosa o una invalidez por el resto de su vida. Él estaba con sus ojotes oscuros mirándome incrédulo. Le toqué para revisar que seguía respirando y que no era un cadáver que había dejado un ataque cardíaco o una hemorragia interna fruto de la destrucción de todos sus órganos, pensé lo peor. Pero al revisarlo supe que estaba físicamente bien, entonces le hable como a un igual:

-Perritos, me estás volviendo loca, duérmete.


La siguiente noche todos pudimos dormir.


El tiempo transcurría hermoso, viendo como se transformaba de un destructor que no identificaba entre sus juguetes y los vasos, en un ser que empezaba a dar luces de educación. Y yo me convertí en su mundo, jugábamos, comíamos juntos, nos dábamos besos, él no pedía más y yo sentía que todo lo estaba haciendo bien.


Pero el tiempo pasó, sus patitas que a mi me parecían la creación más bella del universo y que estampe con pintura en un sinnúmero de superficies empezaron a ser callosas, rugosas y menos accesibles  para mí, perritos crecía.


Luego llegó otro integrante. ¿Qué más daba? si podía con uno, podría con dos. El nuevo, con años de diferencia con perritos fue de su misma edad por un tiempo y todo parecía estar bien. Éramos una familia de tres.


El tiempo no dio tregua y perritos dejó de ser el que era, se volvió hosco, agresivo, asocial, no me hacía caso y lo que hacía no se acercaba a lo que yo esperaba que hiciera, ¿por qué se portaba mal? si a perritos no le faltaba nada, si yo le amaba profundamente y disculpaba su mal comportamiento. 

Alguien me dijo cuando él era pequeño que sus ancestros eran muy importantes, que ese era el chiste de una cría a la cual se le conocen su linaje,  sabes a qué atenerte, sabes cómo reacciona frente a una u otra situación, conoces su carácter de antemano, pero en el caso de perritos, de él, su línea paterna era desconocida por  completo, yo no sabía qué esperar, solo esperé lo mejor.


Luego vino el accidente. El más pequeño por un descuido mío, sufrió un accidente en la calle que nos llevó a múltiples cirugías y procedimientos, para que después de meses y previendo una infección que pasaría del hueso a todo el cuerpo pudiendo causarle la muerte, los profesionales decidieron cortarle la extremidad. Por supuesto mi atención se centró en él, sus cuidados y su proceso de adaptación a una vida diferente, supongo que ese descuido al que se vió expuesto perritos por tanto tiempo le acentuó su apatía por todo, especialmente por mí.


De ese ser con el que yo había jugado y acariciado tantas veces ya no quedaba nada. Perritos era agresivo, sucio, molesto, pero yo de ninguna manera desistía, hacía todo lo que podía por regresarlo al camino, le consentía, le explicaba, me empeñé en que dentro de él seguía ese animalito cariñoso, pero no ví resultados, por el contrario su comportamiento empeoró, entonces le pegué. Le pegué varias veces buscando que entrara en razón. 

Repetí muchas veces lo que tanto critiqué, el animal, respondió siguiendo sus instintos y me atacó. Ese día mis buenos sentimientos hacia él se resquebrajaron, mi corazón se dobló de dolor, él, al que yo más quería, se había puesto contra mí y era fuerte, era grande. El pequeño, minúsculo en tamaño frente a perritos, se le abalanzó protegiéndome y aunque perros no le respondió, el pequeño no volvió a respetarle, cada vez que podía le ladraba y le tiraba a morder sin medir ni su tamaño ni su falta de extremidad, que lo hace más vulnerable y aunque no le hace ningún daño, el pequeño no le deja olvidar su atrevimiento.

Mis sentimientos cambiaron, lo que nunca pensé sentir por un ser tan amado lo sentí por él. Le tenía miedo, me sentía frustrada, temía  que me pudiera infligir una lesión irreparable. Y aunque traté por todos los medios de que no se repitiera, el animal había desatado un comportamiento malévolo que yo no sabía cómo mitigar y que iría en contra de su destino, un destino del que yo me sentía responsable. ¿Cómo pude haber fallado tanto? ¿cómo fué que todo salió tan mal? ¿por qué era tan fácil educar al pequeño que a pesar de su discapacidad, culpa mia, era tan amoroso, vivía completamente para mí y no mostraba ni atisbo de rencor o duda?

Lloré mucho y mucho tiempo, me entró un desespero por encontrar paz, finalmente yo había hecho todo lo que podía y aunque me negaba a tomar una decisión drástica, la idea me rondaba con más y más frecuencia. Hasta que un día no fui capaz.

Odié, odié a mi adorado perritos. Y con tranquilidad decidí que lo abandonaría a su suerte, se lo hice saber con palabras y él entendió.


El destino es una tela imbricada, un tejido enredado con hilos en direcciones opuestas pero que al final logran la composición. Ese día después de comunicarle el nuevo rumbo de nuestras vidas supe que perritos estaba gravemente enfermo, había adquirido un virus días atrás que se le empezó a manifestar el día de quiebre. ¿Y ahora yo que hacía? ¿sacarlo a la calle sabiendo que moriría en cuestión de días o horas? 

No pude, como si todo ese odio que se había gestado por tanto tiempo se evaporara, cuidé a perritos como cuando era cachorro, Pasé días haciéndole una cosa y la otra, una medicina y la otra; y él, frágil dentro de ese cuerpo ahora grande luchaba por vivir. Los días pasaron y se llevaron el virus, perritos fué recuperándose poco a poco, conforme se fué el virus se fue su odio, su rencor, sus malos tratos, mi perros regresó.


Hoy seguimos juntos, y somos más, llegó mi esposo y con él, Porfirio un pitbull callejero con tanta fuerza como besos. El pequeño se llama Cafú, como el futbolista, un pug de 9 años que no olvida la agresión hacia mí y no pierde oportunidad para lanzarle mordida con sus encías escasas de dientes a perros.


Cuando salgo con perritos me dice:

-Mamá, por favor no me vaya a decir perritos delante de esas niñas.

Perros, es un adulto y superó el COVID-19.








 


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